Sobre la obra de Juan Ortí
Volúmenes cilíndricos albinos, sobre cuyas tersas superficies la luz resbala y se difunde blandamente, para recortarse dramáticamente en la dureza de las aristas, de los cortes, de los escalones y de las finas hendiduras, que marcan y acotan con decisión sus firmes cuerpos redondeados. Figuras tridimensionales coronadas de caperuzas cónicas o esféricas, densidades compactas que definen entre ellas sinuosos circuitos ensoñados y parecen buscar, desde su propia intemporalidad, un diálogo imposible con el tiempo presente. Piezas rotundas que recortan su silueta con total firmeza, sin jamás engarzar voluntariamente con su entorno, que decididas, marcan absolutamente su presencia mediante un dentro y un fuera, sin titubeos, sin reparos de ninguna especie. Lo propio y lo ajeno, a cada concepto opuesto su definida y separada existencia.
Cada figura genera su propio y ultra definido paisaje, y a la vez, sin pretenderlo, influye, a su pesar, de manera directa y poderosa en la percepción del entorno inmediato, marcando los límites entre lo artificioso y lo natural, entre lo creado y lo increado. Más allá de cada individualidad, en su percepción conjunta, las piezas parecen recrear una ciudad legendaria, un hábitat pretérito que se constituye cual rememorada estampa medieval, a la manera de un lugar antiguo erizado de altísimas torres y poblado de transparentes hadas voladoras. Tal vez Melusina, el hada arquitecta, ande flotando entre su blancura agitando su serpentina cola, presumiendo con descaro de ser la auténtica inspiradora de tanta belleza. Pero alternativamente, también es posible percibir que mediante el potente dinamismo su obra, el autor pretende transportarnos a otros mundos de los que no tenemos recuerdos, mundos desconocidos donde toda la diversidad de los objetos cotidianos se ha reducido a la nada, donde sobre un soporte uniforme y neutro, la creación de unas formas perfectas son la máxima expresión de la cultura y el refinamiento.
Sutilmente, sentimos como el aire circula con estudiada lentitud alrededor de todas y cada una de las piezas, se detiene junto a ellas, las acaricia y las templa, y a la manera de una lengua incorpórea que roza y lame, se va cargando de microscópicas partículas que después vuelca seductoramente sobre las cabezas de los contempladores, en un juego sin fin, haciendo a éstos, mediante su deriva, participes de la secuencia creativa de su autor. El aire es el único enlace entre ellas, su lento circuito sugiere invisible redes de fuerza que estructuran un espacio sideral.
Las níveas piezas, asimiladas cada cual a una torre legendaria, definen su preferente dimensión vertical, y sin buscarlo intencionadamente, parecen por un instante irrepetible proyectarse imaginariamente por encima de su límite superior, para entonces convertirse mágicamente en una columna cósmica, en un eje del mundo, buscando quizá asimilarse a una proyección esotérica capaz de surcar el espacio, para así traspasar cualquier límite, cualquier cota impuesta racionalmente por el hombre al poder inmenso de la obra de arte. Y a la vez que nos sentimos extrañamente elevados hacia lo alto, centramos las miradas y observamos la materialidad de esos bellos cuerpos cerrados, infranqueables tras su brillante piel a las miradas, en los que tan solo un pequeño orificio, remarcado por una arista iluminada en claro oscuro, insinúa una supuesta vacuidad.
Es entonces, tras el descubrimiento consciente de esas pequeñas perforaciones que taladran profundamente la inmaculada densidad, cuando se produce un trastorno en la comprensión de cada una de las piezas, pues el contemplador descubre y constata que dentro de cada una de ellas existe un hueco aún por medir, y que el cuerpo aparente que nos muestran no es en realidad macizo sino que esconde un secreto en su vientre. Acaso nos preguntemos entonces qué se oculta misteriosamente dentro de esas cavidades opacas, ¿es quizá una suerte de atmósfera pretérita que, cual invisible guardián ancestral, mantiene embalsamada su esencia de formas inmortales, o tal vez el dinamismo de un helicoide que gira y gira, leve y fantasmal, formando traslúcidos remolinos acordes con la superficie que los contiene?
Y entre el acabado blanco de las pulidas piezas y el suave gris que les confiere la luz derramada, descubrimos el color: azul ultramar que resalta con su brillo todo lo que toca y también púrpura y dorado, que transforman en elemento arquitectónico - asociando a verdaderas cúpulas funcionales - lo que antes de su presencia eran solamente blancos remates.
Pilar de Insausti Machinandiarena
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